La enfermedad de Carmen Romero, el verdadero motivo de su salida de las listas del PSOE



«Las mías, han sido pequeñas victorias que se han sucedido a lo largo de toda una vida... Y me mido a partir de mis propias capacidades», decía Carmen Romero (68 años) cuando lo mismo servía para referirse a su divorcio como a su traducción de «Artemisia» de Anna Banti que presentaba esos días. Ahora, a esta mujer, madre, exesposa, profesora, traductora, política
 dueña de una discreción acrisolada y otrora musa de la intelectualidad –con Umbral a la cabeza— le toca adquirir el compromiso más duro de su vida: batallar contra el cáncer.

Fuentes cercanas aseguran que no ha perdido la sonrisa y que ante las llamadas de la prensa no desmentirá pero tampoco confirmará nada. Lo que no termina de aclarar su círculo íntimo es si padece el tumor más frecuente en las mujeres occidentales, el de mama, ni en qué estadio se encuentra y mucho menos el hospital al que acude. Solo refieren «que cuando llegue el momento, dirá lo que tenga que decir pero está animada». No es de extrañar la falta de expansión verbal del entorno de esta mujer fabricada de silencios, elegancia y mensajes entre líneas. Quien fuera considerada la «anti primera dama» durante los catorce años que vivió en La Moncloa, jamás tuvo ninguna impaciencia por demostrar que era otra.
Se afilió al PSOE meses antes de casarse con Felipe Gozález, aunque ya había dado rienda suelta a la inquietud de sus convicciones a través de las Juventudes Obreras Católicas. En 1975 cambio su Sevilla natal, donde ejercía de profesora de instituto, por la capital. Pese al traslado y con dos hijos a cuestas, Pablo y David (más tarde llegaría María), Carmen siguió buscando su lugar en la política. Compaginaba su labor en el sindicato de enseñanza de UGT junto con su plaza de profesora adjunta en el instituto Calderón de la Barca.
El triunfo con mayoría absoluta de su marido la convirtió en inquilina de La Moncloa. Una distinción de la que nunca hizo alarde y que le impedía seguir dando clase. En el frío Palacio de Puerta de Hierro imprimió su austero sello. Pocos cambios, nula ostentación y una foto mítica que desprendía el calor del recuerdo, colgada del salón. La instantánea tomada en la primavera del 74 que hizo Manuel del Valle en los pinares de La Puebla del Río. Pasaría a la posteridad como «La foto de la tortilla», y en ella se inmortalizaba al núcleo de lo que en el congreso de Suresnes se llamaría el grupo de Sevilla que derrotaría a históricos socialistas como Llopis para colocar a González como secretario general del partido.
El año que cayó el muro de Berlín, abandonó su bajo perfil político para estrenar un escaño como diputada por Cádiz que prorrogaría hasta el 2004. Durante su tiempo de silencio moncloíta se había afanado en traducciones literarias —de Valerio Magrelli o Anna Banti, entre otros— así como en su omnívora pasión lectora: Desde Caballero Bonald, Salinas, Cernuda, o Zweig, hasta una nueva generación de novelistas que la maledicencia bautizó como «los 180 de Carmen Romero» y el paso del tiempo no ha dejado de laurear: Millás, Muñoz Molina, Marías...
Poco a poco las diferencias irían erosionando la complicidad del matrimonio. La pareja terminó en un divorcio de mutuo acuerdo en 2009, sin estridencias, que, sabiéndolo o sin saberlo, impelería a Carmen a escribir un nuevo capítulo de su militancia. Unos dicen que fue Sonsoles Espinosa quien le sugirió presentarse como Eurodiputada y otros que fue idea del foro de debate entre Europa y el Magreb, que preside. Sea como fuere, dio un paso al frente para postularse como europarlamentaria. Así fue como se convirtió en Miembro de la comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior lejos del sol de su Andalucía natal. A pocas semanas de los nuevos comicios europeos no figura en las listas que la llevarían de nuevo a Bruselas. Parece que tendrá que volcarse en sí misma, al tiempo se abriga de sus cinco nietos, con los que es feliz.

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