El bastón de Virginia Woolf



Fue frágil y autoritaria, de una rara fortaleza en una mujer tan leve. El bastón en el que soportó esa levedad se exhibe ahora en la National Portrait Gallery de Londres junto a otros objetos, muchísimos manuscritos y fotografías que antes nunca fueron mostradas. Es una exposición que se mira como un libro abierto en cada una de cuyas páginas se hallan imágenes que ilustran la obra de la autora de Las olas.
Virginia Woolf se suicidó cuando tenía 59 años (en 1941) porque ya no soportaba su propia locura, ni quería que la soportaran otros. Vivió para escribir su obra pero sobre todo para interrogarse por el pasado, cómo había llegado ante “la pared blanca” de su silencio. “Nada ha sucedido realmente hasta que se recuerda”, decía, y a recordar dedicó sus abundantes diarios. Guardaba sus cartas, sus notas manuscritas, y ese diario que mantuvo se sigue leyendo ahora como una herida abierta. Muchas de esas páginas, con su letra incomprensible pero pausada, están a la vista del público.
Se comprometió con su tiempo (con la guerra de España, por ejemplo), fue editora, animó a otros a escribir o a pensar, pero sobre todo necesitó el ánimo de su marido, Leonard Woolf, para llevar a cabo tareas titánicas, entre ellas la de sobrevivir. Se enamoró de otras personas, dos de ellas mujeres, pero en él se sostuvo. Fue también un importante bastión del grupo de Bloomsbury, gente que se reunía para discutir cómo asociar la cultura británica a la modernidad del mundo. Con ese grupo contribuyó a rendir homenaje a Guernica en una exposición que propuso su amigo Roland Penrose que tuvo como eje el célebre cuadro de Picasso.
Hay una rara fotografía en esa muestra de la National Portrait que marca el carácter de Virginia Woolf y que acaso lo explica. En ese retrato casual está mirando a sus padres, que leen en el salón de su casa. Ella es una figura difuminada al fondo. A lo largo de la vida aquella adolescente fue madurando en crisis sucesivas la relación con ambos. Mucho tiempo después, en torno a 1936, llegó Sigmund Freud a Londres; el ilustre psiquiatra, ya demasiado enfermo como para recibir visitas profesionales (tenía cáncer de garganta), les abrió la puerta a ella y a Leonard, y se entendieron gracias a la mediación de su hija. Fue un encuentro decisivo, no le salvó la vida, ni le alivió la locura, pero sirvió de bálsamo a su recuerdo.
Al salir de ese encuentro con Freud ella se entendió mejor con la memoria de sus padres y escribió frases sincopadas que hoy suenan a lo que hubiera sido el pie de aquella foto y también a arañazo contra el tiempo: “Qué bellos eran... qué singulares, cuán claros, qué despreocupados”.
Ella estaba habitada, decía, por la oscuridad y por la claridad; Freud le ayudó a aliviar esas contradicciones que la perseguían y que la llevaron a la locura y el desvalimiento. A pesar de su carácter elusivo (menos en la escritura), participó con otros en las protestas de la época, contra el fascismo que crecía en Europa. El ingreso y la muerte de un sobrino suyo en las Brigadas Internacionales que intervinieron en la Guerra Civil española la alertaron contra Franco, como a otros intelectuales ingleses.

Hay muy buenas fotografías de Virginia Woolf, pero ella no concedió demasiados retratos. Se la vio con sus amigos y amigas de Bloomsbury, en grupo, en parejas, pero se resistía a posar. Victoria Ocampo, la poderosa editora y escritora argentina, la convenció para que se sometiera a una sesión con Gisèle Freund, que a su vez la había contactado a través de James Joyce. Este se había sentido muy bien retratado por Freund, pero a Woolf no le apetecía lo más mínimo la perspectiva de perder su paciencia ante una retratista. Al final fue la intervención de Ocampo la que la incitó a que se sentara. Ensayó con ella la naciente fotografía en color y logró que se relajara e incluso que posara con vestuarios de la época de su madre. La contribución de Leonard (que aceptó, a requerimiento de Virginia, fotografiarse con ella) convirtió aquella sesión temida en una ocasión feliz que tiene la lánguida luz de una escena familiar.En la exposición aparece un panfleto de las Brigadas Internacionales denunciando un bombardeo franquista sobre Getafe, el 30 de octubre de 1936. Según el pasquín, que ella conservó, “esto es lo que significa Fascismo”, ese bombardeo que acabó con la vida “de 71 niños en la escuela de Getafe…”. En el libro que escribía entonces, Tres guineas, se lee: “Mientras oímos las voces parece que se escucha a un niño gritando en la noche, la negra noche que ahora cubre Europa, sin palabras, sólo con un grito, ay, ay, ay… Pero no es un nuevo grito, es un grito muy viejo”.
La misma Virginia reticente a las fotos posó también para Vogue. Ella era la elegancia, la tristeza viajaba por dentro y se asomaba a su cara lánguida y pálida como la luz del olvido. Algunas ocasiones felices en medio de mil desventuras, que están en los diarios y que han ingresado en la leyenda de una de las escritoras de vida más perturbada entre las heroínas literarias de todos los tiempos. Aquella guerra cuyos nubarrones describió cuando cayó la bomba sobre Getafe explotaron sobre su propio país algún tiempo más tarde; poco antes de su suicidio, su casa de Tavistock, en el centro de Bloomsbury, fue partida en dos por una bomba, cuando ya se había ensombrecido fatalmente la vida de esta mujer, envejecida antes de tiempo, soportada siempre por ese bastón real, el que se exhibe en la National Portrait Gallery, y por su marido, que luego fue quien dio a la estampa los diarios de Virginia Woolf. Esos diarios son hoy la guía de esta exposición que se parece a su vida.

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