Dora Maar, la fiel amante que llora






Para llegar hasta el fondo de Dora Maar hay que pasar por las tuberías de Pablo Picasso. Todo arranca en una escena que ya es leyenda. Una noche, en el café Les Deux Magots de París, el artista habla con el poeta Paul Éluard. Es invierno de 1936 y en una mesa cercana una joven de ojos hondos y boina en lo alto juega con una pequeña navaja a pespuntear el espacio que queda entre sus dedos enguantados sobre el velador. Cada vez más veloz. El recorrido con el acero no siempre es limpio y el guante acumula rastros de sangre. Picasso se acerca, le habla en francés y ella contesta en un español de filo argentino. Le pide una cita y ella le da en prenda el guante. No saben aún que ese encuentro inaugura en ambos un infierno nuevo.
Dora Maar es fotógrafa, pintora, poeta. Hija de un arquitecto croata y de una violinista francesa. Al nacer en 1907 le asestan por nombre el de Henriette Markovitch. Pasa la adolescencia en Argentina, pero la juventud ya la desenvuelve en París, donde el mundo se ensancha y ella sabe bien cuál es el sitio que busca. Es una chica de gesto duro. De rostro pálido. De cuerpo fuerte. Tiene una belleza acorazada que al mirarla hace incómoda la sinceridad del pensamiento. Gasta un par de amores antes de llegar al farallón testicular de Picasso. Primero con el filósofo George Bataille, que le descubre las bondades del sadomasoquismo y con el que alcanza éxtasis feroces en la práctica de un sexo de naturaleza salvaje donde se ponen a prueba todos los límites de la carne. Y después con el actor Louis Chavance. Pero éste resulta ya un escaso percal para la exigente Dora, dueña de un apetito erótico donde los avatares de su cuerpo son la plantilla de todos los pecados que caben en el camarín del hipotálamo.
Mientras va zampando amantes, se instala en el epicentro del grupo surrealista que capitanea André Breton. No es un camafeo más, sino que ella danza entre esos machos vanidosos con algo de revolución en su mente bipolar, a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis. No es exactamente musa, sino motor de explosión. Allí juegan a dar luz un arte nuevo mientras los fines de semana se intercambian las parejas aparcando cualquier rastro de romanticismo en beneficio de una libertad que tiene tanto de ficción como de gozo. En medio de esa majada de poetas, pintores, fotógrafos, artistas y demás fauna parisina, Dora Maar toma posiciones en la militancia de izquierdas y desarrolla un retratismo de vanguardia con el que da muestra de talento detrás de una cámara de fotos de su capacidad para hacer danzar los grises que quedan en medio del blanco y negro.
En aquel mundo extraordinario, muy pocos vieron sonreír a Dora. Ella daba respuesta con la seriedad al enigma de su exuberancia. Quizá dos o tres veces hizo una mueca agradada. Pero eso fue antes de conocer a Picasso. De aquel primer contacto en el café sólo quedó el guante ensangrentado hasta que aquel verano de 1936 se encuentran otra vez en la Costa Azul, en casa de unos amigos. Aquella pasión que quedó en suspenso en la atmósfera de Les Deux Magots se desató con una furia de bestias en celo. Ambos se echaron mutuamente los cuerpos del contrario a la grupa, con el corazón en llamas y los nervios derviches. Aquel choque de bocas y de ijares estableció entre ellos una complicidad muy física que comenzó en el momento en el que el pintor salió del catre para hacerle a Dora el primer retrato, no sabemos si aullando de placer o anunciando el daño que viene.
Picasso aún estaba casado con la bailarina rusa Olga Koklova y ya había tenido una hija con la dulce y serena Marie-Thérèse Walter. La Guerra Civil española supuraba muertos y Dora Maar andaba indignada con la carnicería. Ella sigue retratando, pero el artista malagueño se convierte en el centro mismo de su obra, renunciando a cualquier emancipación espiritual. En ese año de 1937, el cartelista Josep Renau lleva a Picasso el encargo de hacer un cuadro para el pabellón de España en la Exposición Universal de París. Una gran tela. Una tela que sea defensa de la República y denuncia del atropello fascista. Picasso hace bocetos de una posible tauromaquia y Dora Maar va registrando ese proceso con una devoción mística. Es una dama fiera que ante su dios se amortigua con una devoción que asume el sacrificio como norma. Picasso es un cabrón seminal que devora mujeres con una doctrina caníbal.
En su entrega aparca su propia obra. Ejerce para él de amante, de impulso, de modelo y de agente inmomobiliario en una trama alambicada de relaciones cruzadas y destructivas. Ella le consigue el taller de la Rue des Agustins donde el Guernica toma forma y claridad tras el bombardeo de la Legión Cóndor en el pueblo vizcaíno. Él la retrata en las cuatro mujeres que gritan, y huyen, y lloran en el lienzo. Ella registra cada paso del pintor, del acierto al arrepentimiento. Él se deja fotografiar como si en esas imágenes estuviese el principio de otra Altamira. Se aman y se temen. Dora Maar está cada vez más envenenada de Picasso. Su fidelidad intelectual resquebraja su clarividencia fulminante. Una vez que el encargo de esa tela monumental queda rematado, los amantes marchan a Antibes, donde el sol y el mar les aclimata los deseos. Es una tregua para sus propias fiebres, un reposo de falso veronal.

Una vez separada de Picasso, en 1944, muy pocos la frecuentaron. Muy pocos la oyeron hablar de su guerra por ser quien comenzó siendo en la vida antes de ser masticada. Se encerró en su casa con más de 100 obras de Picasso y sus propias fotografías. Jamás concedió una entrevista. Entre los pocos que pudieron sortear la fortaleza de tanto enigma está la historiadora del arte Victoria Combalía, que publicó en Circe su biografía canónica. Se ató con una maroma al misticismo. Una dama marcada por la leyenda del gran caníbal. «Necesito construir un halo de misterio entorno a mí porque todavía soy demasiado conocida como mujer de Pablo». Dora Maar ecualizó su existencia para aceptar sólo el sonido de un nombre: Picasso. Y después nada. 
Pero Dora Maar es, principalmente, la mujer que ama. La amante dañada. La víctima. La convencida. La excluida. La desencajada. «Picasso sostiene que las mujeres son máquinas de sufrir». Una de esas damas que acumulan una atracción que desarma. Con ninguna otra de sus mujeres alcanzó el artista la complicidad intelectual que mantuvo con Dora. Y tampoco hubo otra que tomara al pintor por el único dios verdadero: «Después de Picasso, sólo Dios»... En 1945 comenzó su debacle. Françoise Gilot ocupó su sitio en la cama de Picasso. Para Dora comenzó el periodo de trastornos, los ingresos en clínicas, las sesiones de psicoanálisis con Lacan. Y así hasta la desaparición. Opta por hacerse invisible en un piso del centro de París en el que levantó un altar callado para aquel que fue su sangre. En un cruel sortilegio quedó retratada por su amante como La mujer que llora.
Murió sola a los 90 años, en 1997. A su entierro acudieron siete personas. Puede que ya hubiese superado aquella expulsión del amor sumamente traumática. Puede que no. Jamás volvió a tener un amante, ella que fue tan loba buena. Pero antes y después de su propia biografía desatada fue una artista, una creadora que no tuvo tiempo para lo superfluo, un silencio incalculable. Sus ojos espantados son los del caballo del Guernica y los de la mujer que llora y la que alza las manos y la que irrumpe como una ráfaga por la ventana. Su brazo pudo ser aquel que en la tela entra con un quinqué que nada alumbra. Las suyas fueron todas las lágrimas del mundo. Nadie sale ileso del caos espiritual de haber amado tan ferozmente el fuego.

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